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Serial final Copa del Rey: 1992, Schuster y las leyes de la física

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Mensaje por ARAG8NES Mar 14 Mayo - 9:52

Serial final Copa del Rey: 1992,
Schuster y las leyes de la física


La temporada 1991-92 fue la primera de las "ligas de Tenerife", los
dos torneos que el irrealmandril perdió en la última jornada en aquella
isla. Por eso, los blancos querían compensar a su afición con el título
de Copa, para lo que tendrían que vencer, en su estadio, al otro finalista:
el Atlético de Madrid, vigente campeón. Pero los rojiblancos no estaban
por la labor de ceder su trono. Dos soberbios tantos en el primer tiempo,
uno del centrocampista alemán y otro de Paulo Futre, y un penalti
parado por Abel en la segunda mitad mantuvieron el trofeo
en la orilla del Manzanares, en la última final jugada
hasta la fecha entre los dos rivales madrileños.

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Atlético de Madrid 2-0 irrealmadríz

ATLÉTICO DE MADRID
ABEL; TOMÁS, SOLER, SOLOZÁBAL, LÓPEZ;
DONATO, VIZCAÍNO, SCHUSTER; MANOLO
(TONI, MIN. 77), FUTRE, MOYA (ALFREDO, MIN. 59).

irrealmadríz
BUYO; CHENDO, VILLARROYA (LLORENTE, MIN. 46),
TENDILLO, SANCHÍS; MILLA, HIERRO, MÍCHEL, HAGI
(ALFONSO, MIN. 12); BUTRAGUEÑO, LUIS ENRIQUE.

MARCADOR
1-0, MIN. 7, SCHUSTER. 2-0, MIN. 29, FUTRE.

ÁRBITRO
MANUEL DÍAZ VEGA (ASTURIANO). AMONESTÓ A
MANOLO, VIZCAÍNO, ABEL, SCHUSTER
Y DONATO (ATLÉTICO) Y A SANCHÍS,
MÍCHEL, HIERRO Y MILLA (irrealmadríz).

INCIDENCIAS
FINAL DE LA COPA DEL REY DE LA TEMPORADA
1991/92. PARTIDO DISPUTADO EL 27 DE JUNIO
DE 1992. LLENO ABSOLUTO EN EL ESTADIO
SANTIAGO BERNABÉU DE MADRID.

Los primeros prototipos de aparatos parecidos a mandos a distancia se remontan al
siglo XIX, con nombres ilustres de la ingeniería y de la física como Nikola Tesla o
Leonardo Torres Quevedo. El invento fue popularizándose gradualmente a lo largo
de la pasada centuria, de manera que cuando se extendió el uso de la televisión, era
prácticamente inevitable que ambos progresos de la humanidad se encontraran. Desde
los años ’50 se comercializaban en los Estados Unidos aparatos que
permitían cambiar de canal sin necesidad de levantarse del sofá.

España, por desgracia, iba varias décadas rezagada. A principios de los ’90 ya se vendía
en los negocios locales algún televisor dotado de esta tecnología, pero a precios tan
prohibitivos que se consideraban lujos de ricos. Además, las emisoras privadas
acababan de nacer y aún estaban en pañales, así que, en el fondo, tampoco había
necesidad. Por supuesto, olvídense de pantallas planas y de alta definición:
al común de los mortales no le quedaba más remedio que
quemarse las retinas delante del tubo de rayos catódicos.

Aunque todavía no se hablara de “galácticos”, la afición atlética sí que tenía asumido
que pertenecía a ese común de los mortales. No existía el complejo de inferioridad
actual con respecto al vecino blanco, pero sí había un cierto resquemor por las cinco
ligas seguidas que acababan de conquistar, que la Copa del 91 contra el
Mallorca había aliviado sólo en parte. La parroquia colchonera estaba
muy necesitada de un gran acontecimiento que le devolviera la moral.

Por eso, la final del 92, todo un derbi, era una oportunidad que no se podía dejar
escapar. Lo sabían todos los rojiblancos, hasta los más pequeños, los que no
conocían la época gloriosa de Gárate y compañía más que de oídas y tenían por
referente las bravuconadas de un Jesús Gil que, aunque aún no había estafado al
club, ya comenzaba a hacer de las suyas. El 30% rojiblanco de la capital, todos
los que no consiguieron entrada, se plantó delante de la “caja tonta” con la
esperanza de que, por una vez, la fortuna no quisiera vestirse de blanco impoluto.

Pintar Chamartín de rojo

Sin posibilidad de zapping, el viejo Saba del salón, un aparato enorme y pesadísimo
a pesar de sus apenas 25 pulgadas, proyectaba aquella noche de junio imágenes
fascinantes. El niño atlético admiraba, boquiabierto, el espectáculo del Bernabéu
lleno de bufandas y banderas de su gente, el griterío de la hinchada que llenaba
la mitad de la casa del rival cuando “los nuestros” saltaron al campo. Nada se
sabía aún, y menos podía sospechar un chavalín de ocho años, de la charla
motivadora que, minutos antes, había dado Luis Aragonés, ese hombretón
parecido al abuelo pero con más pinta de cascarrabias, que dio tanto
ardor guerrero a los jugadores como el que se vivía en las gradas del estadio.

Del plantel de los indios destacaba uno que, precisamente, tenía pinta de todo
menos de indígena americano. Su melena rubia, su bigotón, su aspecto
desgarbado, su nombre impronunciable… era un tipo especial, diferente,
uno de esos que, aunque no lo conozcas, sabes que va a marcar la diferencia.
Se llamaba Bernd (Bernardo para los amigos) Schuster, procedía precisamente
del irrealmandril, llevaba el número 8 y se dedicaba a impartir lecciones de fútbol
de las que, años más tarde, intentarían aprender otros como Zidane o Iniesta.

Enseguida, con el partido ya empezado, Schuster comenzó a dar una clase
magistral. Se movía por todo el campo, robaba balones, daba pases imposibles,
volvía loca a toda la retaguardia madridista sin correr más que lo necesario, como
sólo los más grandes saben hacer. A los siete minutos, además, tuvo ocasión
de demostrarles a sus antiguos jefes en la Casa Blanca que, pese a su
temperamento colérico, dejarle marchar había sido un error imperdonable.

Tendillo derribó a Manolo. Fue una falta limpia, no violenta pero clara, una simple
zancadilla. Quizás el número 4 madridista se la podía haber ahorrado, ya que el
delantero rojiblanco se encontraba aún a una treintena larga de metros de la
portería y, además, de espaldas a la línea de fondo. Pero el extremeño era el
vigente trofeo Pichichi de la liga, así que no convenía correr riesgos; a tanta
distancia, era un lujo que se podía permitir. Buyo, sin embargo, no estaba tan
confiado. Conocía bien al germano, sabía de lo que era capaz. Por eso, indicó
ni más ni menos que a cinco compañeros que se pusieran en la barrera,
para que no quedara un solo hueco por donde meter la pelota
junto a su poste derecho, y él mismo se fue a cubrir el izquierdo.

La escuadra derecha de Buyo



A Bernardo tanta precaución le daba lo mismo. Colocó el balón en el suelo, se echó
un poco para atrás y un poco más a la izquierda, para tener el ángulo adecuado con
su pie derecho. Nada de poses desafiantes ni gestos de prepotencia, esa moda
todavía no había llegado. Corrió hacia el balón y le pegó con el interior de su diestra,
haciéndole surcar el cielo a toda velocidad durante dos segundos que parecieron
eternos. El disparo salvó la barrera, cogió rosca y se fue a clavar
en la misma escuadra, donde ni el guardameta gallego ni un
superhéroe de película habrían podido llegar.

El niño de ocho años, delante de su tele sin mando a distancia, ni siquiera celebró
el tanto. Estaba mitad maravillado, mitad estupefacto por lo que acababa de
contemplar, por el mejor gol de falta jamás visto hasta ahora ni jamás repetido
desde entonces. No sólo era la apertura del marcador en una final que empezaba
con muy buena pinta. Era una obra de arte, era una trayectoria imposible,
era un desafío a las leyes de la física. Era algo que, simplemente,
dejaba sin palabras. Demasiado para un crío.

El estado de shock todavía duraría unos minutos más. Unos veinticinco, aproximadamente.
Los que tardó Schuster, quién si no, en desbaratar una embestida rival y lanzar el
contraataque, una de las señas de identidad del Atlético de entonces, del Atlético de
siempre. Con la tremenda velocidad que los de Luis sabían darle a este tipo de
jugadas, el balón le cayó quizás a Vizcaíno, quizás a Moya, quizás al mismo
Manolo, qué más da. Las 625 líneas del Saba no permitían apreciar tanto detalle.

Sí se vio cómo este desconocido puso un pase en profundidad aparentemente a
ninguna parte, y cómo apareció de la nada el otro gran ídolo, el capitán, Paulo Futre.
Como un rayo, el portugués atrapó la pelota con su izquierda, desbordó a Chendo,
esquivó su intento de patada y volvió a poner un misil en la misma escuadra,
en ese ángulo maldito para un Buyo incapaz de reaccionar, y que
sólo vio la pelota cuando tuvo que sacarla del fondo de la red.

Ahí sí, ahí el niño gritó, saltó, desbordó alegría, vio que era posible, vio que la victoria
contra los de blanco de verdad podía llegar. No le importó que durante el resto del
partido el Atleti se echara atrás y se dedicara a vivir de la renta, si bien pudo sentenciar
el partido en algún otro contraataque fulgurante. Tampoco le importó que, ya en el
segundo tiempo, el árbitro, señor Díaz Vega, indicara penalti por derribo de Abel
sobre Butragueño; el gato de Toledo, el hombre del récord Guinnes, se encargó él
mismo de enmendar su error deteniendo el lanzamiento de Míchel, posiblemente
el más odiado de la plantilla rival. No importaba nada. El Atleti aguantaba,
incluso dominaba, podían caer más. El Atleti era el Rey de aquella Copa.

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Aquel partido forjó carácter. Adquirió para los que lo vivieron un aura mitológica.
El niño, el pequeño hombre de ocho años, comprendió que aquello era el Atleti,
el que jugando y ganando pelea como el mejor derrochando todo el coraje y el
corazón que haga falta. El pequeño hombre supo que, por mucho figurín que
tengan al otro lado del río, se les podía vencer, se podía quedar entre todos
campeón. Gracias a aquel partido, muchos niños de ocho años tuvieron fuerzas
para aguantar las temporadas siguientes, los primeros años duros del
gilismo de sociedad anónima deportiva. Fue, para algunos, incluso
más impactante que el Doblete. Pero eso ya es otra historia.

L.TEJO MACHUCA
14/05/2013 vavel.com
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